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, Costa Rica, September 2004

Discurso del Dr Oscar Arias Sánchez con motivo de la visita de Su Santidad el Dalai Lama a Costa Rica

No se puede amar a la patria odiando a la patria ajena; no se puede amar nuestra religión odiando la religión ajena; no podemos amar nuestra lengua o nuestra cultura odiando la lengua y la cultura ajenas. No se puede amar y odiar a la vez.

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Ref.: Discurso del Dr Oscar Arias Sánchez con motivo de la visita de Su Santidad el Dalai Lama a Costa Rica, Teatro Nacional, san José, Costa Rica, 26 de setiembre de 2004.

Languages: Spanish

Saludo, en mi nombre, y en el nombre de las mujeres y de los hombres de buena voluntad de mi país, a Su Santidad, el Dalai Lama, mensajero de paz y predicador de la tolerancia y la compasión. Hace 15 años, Su Santidad estuvo por primera vez entre nosotros y podemos estar seguros de que, como recuerdo de aquella visita suya a Costa Rica perdura, en lo más hondo de nuestros corazones la luminosa profundidad de su mensaje. Deseamos, humildemente, que las expresiones de afecto y admiración que recibe de nuestro pueblo contribuyan a paliar, aunque sea en pequeña medida, el agobio que significa para Su Santidad el peregrinaje de prédica, oración y enseñanza al que le obligan, en la dura realidad de nuestro tiempo, los sufrimientos del pueblo tibetano.

Nuestras palabras de bienvenida deben ser, en primer lugar, de agradecimiento. Suponemos que, para un líder religioso, verse incesantemente alejado del recogimiento propio de su trascendental misión espiritual constituye un enorme sacrificio. Damos gracias a Su Santidad por poner todas sus energías físicas y todo su poder espiritual al servicio de las más nobles y más urgentes causas de la Humanidad, entregándose a desgarradoras demandas de orden político y diplomático, muy superiores a las fuerzas de cualquier ser humano. Le damos gracias, en este día, por la gran bendición que significa para Costa Rica su honrosa visita y por su generoso reconocimiento a nuestra vocación de paz y a nuestro amor por la naturaleza.

Ha sido para mí una suerte extraordinaria la oportunidad que he tenido, desde nuestro primer encuentro, de compartir con Su Santidad el Dalai Lama diversos empeños en favor de la paz. Nunca podremos olvidar su apoyo a los esfuerzos que desde el gobierno hicimos para traer la paz a Centroamérica, y a las iniciativas que más tarde tomamos, desde la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano, con el fin de promover un código de ética sobre la compra y venta de armas. En numerosos foros, en los que hemos debatido acerca de la necesidad de controlar la proliferación de las armas y reducir el gasto militar, el Dalai Lama nos ha apoyado con su presencia o con su mensaje. También estamos al tanto del aporte moral que reciben de Su Santidad, en todo el mundo, las personas y las organizaciones amigas que se oponen a la guerra y al racismo, y que trabajan por la protección del medio ambiente, la diversidad y la tolerancia, causas que compartimos la gran mayoría de los costarricenses.

La visita de Su Santidad a nuestro país habría sido bienvenida en cualquier momento pero, sin duda alguna, hoy resulta especialmente propicia. En estos momentos la nación costarricense se encuentra asediada por la incertidumbre y sometida a graves experiencias sociales y políticas que apuntan, en muchos aspectos, a debilidades y carencias de orden ético y espiritual de las personas. Si bien es cierto que en el ámbito global la Humanidad se enfrenta a retos y amenazas sin precedentes, de los cuales no se puede sustraer sociedad alguna, no lo es menos que el panorama nacional se encuentra ensombrecido por síntomas de desaliento que antes nos eran, en lo interno, muy poco familiares. En este inicio del siglo XXI experimentamos la sensación de que se encuentran en peligro muchas de las virtudes de la sociedad costarricense que, hasta hace poco tiempo el resto del mundo reconocía como dignas de ser imitadas, como credenciales que nos conferían, pese a nuestra pequeñez geográfica y demográfica, un gran liderazgo moral entre las naciones. Hoy nos lamentamos del descreimiento y la desesperanza de nuestras juventudes, para las cuales los estímulos de mayor impacto provienen del culto al exacerbado materialismo . Hemos perdido, en gran medida, la capacidad de generar en esas juventudes el entusiasmo por las ideas básicas de la previsión, la solidaridad y la compasión.

Por todo ello, recibimos con afecto y esperanza el mensaje que Su Santidad ha venido a compartir con todos nosotros y, en especial, con los jóvenes. Tenemos fe en que nuestro pueblo tiene las reservas de orden cívico y moral que le permitirán, con la inspiración de líderes espirituales como Su Santidad, recuperarse, en el corto tiempo, del desánimo y la incertidumbre.

Tenemos fe en que la sociedad costarricense será estimulada a recuperar la virtud de la previsión, entendida esta como la capacidad para velar responsablemente por la suerte de las futuras generaciones, y para comprender que el descuido, el dispendio y la improvisación en los que hemos caído constituyen una abierta agresión contra la calidad de vida de nuestros descendientes.

Tenemos fe en que la sociedad costarricense sabrá integrarse al inevitable proceso de globalización con aplomo y confianza, pero conservando las grandes virtudes, en particular la del sentido de solidaridad que ha caracterizado a nuestra nación desde su nacimiento.

Tenemos fe en que, en la mujer y el hombre costarricenses pervive el sentido de la compasión, esa virtud que Su Santidad ha exaltado siempre en su mensaje. Hija del amor y la empatía, la compasión presupone la capacidad de asumir, en todo momento, la posición de nuestro interlocutor, sin que para ello importen las diferencias que pudieran separarnos de él.

La compasión, como debemos entenderla, se encuentra muy lejos de la conmiseración o lástima y es el imperativo ético que considera siempre los efectos que nuestras acciones y nuestras omisiones pudieran ejercer sobre la suerte de los demás. Por ello, el primer paso en el camino de la compasión consiste en reconocer que tanto lo que une a los seres humanos, como aquello que los separa, son partes insoslayables de una realidad que no podemos modificar unilateralmente; que si queremos transformar el mundo para hacerlo mejor, es indispensable renunciar al ancestral prejuicio que nos lleva a sentir que toda diferencia es una amenaza.

En el ejercicio de la compasión debemos convivir con la paradoja de que, quien es diferente a nosotros, lo es justamente porque se parece a nosotros. Ser el otro, pensar como el otro, actuar como el otro, son probabilidades que no se materializaron sino por razones puramente circunstanciales. La compasión es lo que nos une a esas probabilidades, permitiéndonos asumir el lugar del otro, sobre todo de aquel que sufre por causa de la miseria, la opresión, la enfermedad o la violencia.

La intolerancia, la desconfianza, el miedo y el odio se han infiltrado en los entresijos sociales de nuestro continente. La violencia que nos carcome procede de fuentes que, en muchos casos, intentamos no reconocer. Hace poco recibí la impactante nueva de que, de 1979 a 1998, solamente en Estados Unidos han muerto, por heridas de bala, más de 50,000 niños. Esos niños murieron en sus hogares, en sus escuelas y en sus vecindarios, por accidente o por acción deliberada de sus familiares, sus condiscípulos o sus amigos. Esos infanticidios por acción, o por descuido, suman 36 mil niños más que el número de soldados estadounidenses muertos, en combate, en la guerra de Vietnam. Esos infanticidios ocurrieron —y siguen ocurriendo— porque los niños de este continente son obligados a nacer, a vivir y a educarse en un ambiente que permite, y prácticamente exige, tener en cada hogar por lo menos un arma de fuego.

No sabemos a ciencia cierta cuántos niños nicaragüenses, salvadoreños y colombianos crecieron, no en medio de juguetes, de libros y de maestros, sino en los campos de entrenamiento y en los campos de batalla, cargando sobre sus hombros y disparando armas de fuego en medio de adultos que, como ellos, solo aprendieron a matar. Sabemos que fueron muchos los niños soldados, que muchos de ellos murieron cuando aún no habían aprendido a jugar ni a leer, y que los demás vieron llegar la paz cuando ya se habían convertido en adultos sin futuro. Es, en verdad, sumamente peligroso ser niño en las tierras del continente americano.

Tras los cambios políticos ocurridos en la última década del siglo XX, abrigamos la esperanza de que el mundo se estuviera encaminando hacia una era de paz. Veíamos abrirse ante nuestros ojos la posibilidad de que, mediante la resolución pacífica de los conflictos, desaparecieran paulatinamente las causas de la guerra y, por ende, del armamentismo. Esperábamos, en fin, que poco a poco disminuyera la porción de la riqueza de nuestro planeta que se destina a la preparación para la guerra. Habíamos rescatado del olvido la idea de que, finalmente, la Humanidad cosecharía los dividendos de la paz. Sin embargo, tras un corto período de señales optimistas, en el cual el gasto militar global experimentó disminuciones importantes, sobrevino una nueva etapa de inestabilidad y conflicto, en la que ha saltado al proscenio de la historia el nacionalismo y, junto con él, un recrudecimiento del terrorismo, o por lo menos, del empleo de esa palabra para designar numerosas manifestaciones de la violencia que no se originan en las acciones de los gobiernos.

Ante el hecho de que existen personas o grupos que, con independencia de la voluntad de los gobiernos, recurren sistemáticamente al uso de la fuerza con el fin de alcanzar sus objetivos políticos, la opinión pública es inducida a creer que, no importa cuán grande sea su intensidad, la violencia aplicada por el Estado o sus instituciones es siempre justificable. De esta manera, como nos lo muestran recientes acontecimientos en diversas partes del mundo, actos de violencia igualmente execrables son objeto, simultáneamente, de condena y de apología. Gracias a esta ambigüedad, se genera un doble estándar que permite a muchos condenar –como es condenable—el atentado asesino de seres humanos inocentes, y a la vez darle aprobación a las acciones militares de las fuerzas armadas regulares que victimizan, indiscriminadamente, a cientos y cientos de civiles. Esto significa que carecemos, por lo general, de la capacidad de discernimiento moral que se requiere para juzgar, no solo los resultados, sino también los motivos del empleo de la violencia.

En principio, el sentido de la compasión nos dice que toda violencia es condenable. Es imposible para nosotros imaginar una sola razón valedera para que un grupo de fanáticos de la religión o del nacionalismo conviertan en rehenes a cientos de niños en un establecimiento escolar y pongan en peligro las vidas de tantos inocentes. En el caso de la acción escenificada recientemente por rebeldes chechenios, en un edificio escolar de la República de Osetia, a la repugnancia que nos produjeron el sufrimiento de toda una colectividad y la muerte de cientos de estudiantes y maestros, se une la sospecha de que las autoridades procedieron de una manera tan imprudente que, con ello, mostraron un claro menosprecio por la vida humana. Por eso es necesario que, sin dejar de condenar la incuestionable barbarie de los perpetradores de aquel abominable secuestro, reflexionemos sobre la perversidad inherente al uso de la violencia estatal, tanto la que ordena un gobernante despótico como la que urde un gobierno desorientado.

La violencia suele traer como respuesta la violencia e, invariablemente, mientras las partes involucradas tengan acceso a los medios materiales para ejercerla, se torna cada vez más difícil detener la espiral del terror.

Hay una violencia a la que podríamos denominar violencia consciente o violencia lúcida. Nos atreveríamos, incluso, a llamarla violencia intelectual por cuanto, en su concepción y en su ejecución, juega un papel culpable y preponderante el intelecto humano. Un recorrido somero por la historia del pretendidamente civilizado siglo XX nos lleva a la conclusión de que en esos cien años de ciencia y de espiritualidad humanas, ninguna catástrofe natural —ciega violencia de la naturaleza— produjo tantas víctimas humanas como la solución final de Hitler, como el holocausto judío y los holocaustos nucleares de Japón, como el bombardeo de Dresde, como las masacres de Ruanda, como la batalla de Leningrado, o como los genocidios armenio y camboyano.

No subestimemos la monumental complejidad del problema de la violencia. Pero tampoco debemos dejarnos intimidar. Debemos hacer algo para resolverlo porque no hacer nada es la mejor manera de empeorar las cosas. La magnitud de afrontar un problema debe ser conmensurable con la magnitud misma del problema. Es una observación razonable, pero, llevada a sus últimas consecuencias, nos conduciría, como a los adultos de El Principito de Saint Exupéry, a no distinguir un sombrero de una boa satisfecha. Debemos ser realistas, es cierto, pero también debemos reconocer que la Humanidad sería aún una especie arbórea si sus individuos nunca hubieran practicado la arrogante presunción de Arquímedes: « dadme un punto de apoyo ». El esfuerzo individual de cada uno de nosotros cuenta, por muy insignificante que se vea frente a los grandes retos.

Amigas y amigos:

La política es una actividad que nos obliga, con mucha frecuencia, a concentrar nuestra atención en situaciones conflictivas o potencialmente conflictivas. En la realidad política parecieran carecer de relevancia aspectos afectivos y emocionales motivados por manifestaciones del amor como el altruismo y la conmiseración. En apariencia —y recalco, solo en apariencia— la política es el terreno en el cual las conductas de los seres humanos, lo mismo que los acontecimientos, están condicionados por la ambición de poder y por la competencia, muchas veces irracional, entre grupos y entre individuos. De acuerdo con esa falsa percepción, la política no dejaría espacio para la expresión de las emociones relacionadas con la bondad, el amor y la belleza.

Los políticos, obligados por la ineludible necesidad de actuar a tiempo frente a una multitud de problemas muchas veces insolubles, optamos por ocultar los sentimientos y hacer ostentación de eficacia. Como si los sentimientos fueran, por definición, una muestra de debilidad, un lastre para la acción, solemos permitir que la política sea percibida como una actividad en la que se sacrifican los goces de la vida y los sentimientos de las personas.

Pero no debemos engañarnos. No importa el papel que cada uno de nosotros desempeñe, no importa cuán áridas o cuán prácticas sean las preocupaciones que ese papel nos impone, el ansia de sentirnos apreciados y el ansia de poder apreciar a los demás es siempre el telón de fondo de nuestros actos y nuestros pensamientos. Me refiero, desde luego, a los seres humanos que actuamos en nuestras respectivas esferas impulsados por el amor, imbuidos de la idea de que siempre es posible discernir entre lo que creemos que es el bien y lo que creemos que es el mal. También en la actividad política es posible, y es frecuente, que actuemos bajo el riesgo de equivocarnos pero movidos por la buena fe, movidos por el impulso del amor.

Es cierto que la idea del amor conlleva la idea de proximidad, de compañía, de semejanza; es cierto que el amar significa compartir el espacio, los bienes y las sensaciones, de donde pareciera que el amor es un ejercicio imposible en medio de la soledad. Pero, al mismo tiempo, la soledad es apenas un estado que, por si mismo, no define su origen ni define su propósito. La soledad voluntaria del anacoreta que se dirige al desierto en busca de una revelación puede estar inspirada en el amor: amor a Dios y amor a los semejantes, a quienes habrá de llevar la buena nueva de la anhelada revelación. La soledad voluntaria del artista que busca inspiración en el silencio puede constituir una expresión de amor hacia quienes más tarde recibirán su mensaje de belleza. ¿No fue, acaso, en medio de la soledad de un silencio trágico que Ludwig van Beethoven nos legó el inconmensurable legado de amor que es su música? Soledad, soledad elegida fue lo que el Dios Padre de los cristianos escogió para el amoroso sacrificio de su Hijo en el Gólgota.

De modo, amigas y amigos, que la soledad no es necesariamente la antítesis del amor. Lo que ocurre es que la ausencia del amor impone a los seres humanos formas de la soledad que, en rigor, se originan en la indiferencia, el abandono y el desamparo. Formas de soledad cuyo origen se encuentra en la maldad individual o institucional.

Estas formas de soledad son las que nos hacen preocuparnos por el futuro de nuestra especie, por el futuro de un mundo que ha llegado al siglo XXI muy disperso, aunque no tan empobrecido como lo estaba en el umbral del siglo XX. Tan solo las preocupaciones que genera el deterioro ambiental del planeta bastarían para convencernos de que, en este momento de la historia, el único futuro debatible es el de toda la Humanidad. Hoy, como nunca antes, aun las más aisladas de las sociedades forman parte de un sistema global y multitudinario, en el que coexisten desgarradoramente la interdependencia y la soledad.

La interdependencia que los seres humanos hemos construido mediante el desarrollo de las comunicaciones y la integración económica y cultural, constituye un signo de civilización del que tendría que derivarse un sentimiento de amor y de optimismo. Se pueden romper las distancias, podemos extinguir las fronteras y reducir a pasos agigantados las barreras lingüísticas, económicas, ideológicas y culturales para acercarnos a una época dorada en la que será posible compartir el bienestar material y el talento de los más afortunados, y disfrutar en libertad lo diverso de las culturas.

Sin embargo, así como es técnicamente posible que nos escuchemos o nos miremos cara a cara de un confín a otro del planeta ocurre que, hasta al más apartado rincón de la tierra, llegan los gritos de horror proferidos por los que sufren la soledad impuesta por la indiferencia, por el desamor.

En soledad, muere cada niño bajo la metralla en las ciudades en estado de guerra, y en soledad sufre cada prisionero en los campos de concentración que siguen abiertos en el mundo.

En soledad, nuestros hermanos de África padecen la tortura de ver morir de hambre y enfermedad a sus hijos.

En soledad, los ancianos de las ciudades más ricas del mundo viven, humillados, en medio de la violencia y la miseria.

En soledad, los jóvenes más prometedores del mundo se ven arrastrados al infierno de la drogadicción.

Encaran la siniestra soledad de la ignorancia los millones de niños del mundo que nunca conocerán el alfabeto.

De soledad están empedrados los duros caminos que recorren en el mundo millones de desplazados por la guerra y por la miseria.

Muros de soledad rodean a los enfermos que no tienen acceso a las maravillas de la moderna ciencia médica, mientras los frutos de su trabajo son consumidos por los gobiernos en el absurdo juego del armamentismo.

De la soledad, por el amor, debemos rescatarnos todos para que la integración y la interdependencia tengan sentido y la especie humana sea una comunidad y no una multitud amorfa desprovista de solidaridad.

Estas formas de soledad nos hacen preocuparnos por el futuro de nuestra especie. En la agenda de nuestro mundo, cualquier sistema o programa que adoptemos para explicar o promover el amor, debe incluir un capítulo dedicado al rechazo de aquellas instituciones y de aquellos proyectos humanos, de naturaleza perversa, que se sirven de la apariencia del amor para ocultar sus verdaderos fines de muerte.

Hay en nuestro tiempo quienes intentan justificar el asesinato, la tortura y hasta el genocidio como demostraciones de amor. Amor a la patria, amor a la clase, amor a la tribu, amor a la religión, amor a la democracia, amor a la libertad y a toda otra clase de abstracciones que, en cuanto se usan para justificar el crimen, la muerte o la injusticia, resultan perversas. La máxima perversión posible es, justamente, la tergiversación del significado del amor. No se puede amar a la patria odiando a la patria ajena; no se puede amar nuestra religión odiando la religión ajena; no podemos amar nuestra lengua o nuestra cultura odiando la lengua y la cultura ajenas. No se puede amar y odiar a la vez.

Hay visiones del mundo, sistemas filosóficos y políticos, y propuestas de desarrollo económico que en su esencia o por sus resultados niegan el respeto a la vida y, por lo tanto, son lo opuesto al amor. Cualquier sistema o programa que adoptemos para explicar o promover el amor, debe incluir un capítulo dedicado al rechazo de aquellas instituciones y aquellos proyectos humanos, de naturaleza perversa, que se sirven de la apariencia del amor para ocultar sus verdaderos fines de muerte y destrucción.

El amor irrestricto a un líder puede llevar al crimen.

El amor desmesurado a una raza puede conducir al genocidio.

El amor irreflexivo al Estado puede conducir a la explotación y a la tortura.

El amor ciego a una religión puede llevarnos a encender las hogueras donde arderán nuestros semejantes.

El amor acrítico a un sistema de ideas puede conducir al terror y al asesinato.

En suma, el amor parcializado, el amor egoísta, puede ser la expresión del odio, la expresión del mal.

El amor verdadero, el amor que expresa el bien, solo se practica en la medida en que seamos capaces de comprender el punto de vista del otro, del que no piensa ni ve el mundo como nosotros. Es fácil sentir amor por quien se nos asemeja, sentir y declarar amor por quienes comparten nuestra visión del mundo, nuestra lengua, nuestra cultura, nuestros afectos patrióticos, nuestra ideología. El verdadero reto del amor se encuentra en el llamado a la comprensión del otro, de quien por razones puramente accidentales no habla como nosotros, no ora como nosotros, tiene un concepto de la belleza diferente al nuestro, y lleva el rostro y el espíritu marcados por creencias diferentes a las nuestras.

Su Santidad, representante de un pueblo al que la arrogancia de un gran poder de nuestro tiempo ha privado de su libertad y amenaza con destruir su cultura, se encuentra entre nosotros. El y su pueblo representan un singular ejemplo por su entereza, por su religiosidad y, sobre todo, por su práctica de la compasión. En la búsqueda de una fórmula que le permita a ese pueblo conservar su identidad, sus creencias y su cultura, el Dalai Lama predica el amor y no el odio, la compasión y no la violencia.

Escuchemos, con unción, su mensaje de amor.